Capítulo 8
El día que me pusieron fecha de caducidad
Llegó y ya estaba la mesa puesta para dos con los aperitivos previos a la paella: aceitunas, patatas fritas y unos mejillones que manchaban en una línea de puntos el mantel y delataban a quien no se había esperado a que estuviesen ambos para empezar a picar.
- ¿Una cerveza?
- No, gracias- dijo el sobrino- no bebo si voy a conducir.
Se encendió un cigarro mientras su tío dejaba el salón para echar el arroz y apartó el cenicero lleno de colillas de entre los platos. Miró algunas de las fotos familiares donde también aparecía su padre y volvió a preguntarse el por qué de esta invitación a solas con este imbécil.
En la cocina, haciendo tiempo, el tío preparaba mentalmente las preguntas y sus posibles respuestas, a la vez que maldecía el escozor que cortar unas rajas de limón le había producido en los padrastros de sus dedos. Entre ellos, el salón y la cocina, un estrecho pasillo, tan estrecho que parecía que no cabían el uno o el otro para acercarse y salvar los muros que había entre ellos.
Un silencio incómodo una vez que los dos se sentaron, frente a frente, separados por una sartén llena de arroz amarillo que reflectaba aún más sobre el mantel rojo. Lo que lo interrumpía, un “¿te sirvo?” o “igual le falta sal”, quedaba tan forzado que ambos extrañaban el silencio en esos pocos segundos de sonido.
- Te he invitado a comer para contarte algo muy importante- dijo con media sonrisa después de la tercera lata de cerveza, seguro de lo que iba a decir- No sé qué es lo que sabes sobre la enfermedad de tu padre, pero.
- Poco, y poco quiero saber- dijo el joven adelantándose a cualquier certeza que pudiera hacerle daño
El tío subió el volumen de la televisión, recogió los granos que había dispersos por el mantel, manchándolo más con la ceniza que caía de su cigarro, y dijo un par de frases autocomplacientes sobre su arroz. Dejó en el salón al hijo de su hermano después de otro silencio incómodo, y volvió a la cocina para repensar cómo afrontar el asunto. Cuando ya se iba, enfadado por la enésima encerrona familiar, pero seguro de su ignorancia, se cruzaron en el pasillo y éste se le hizo todavía más pequeño, un túnel sin escapatoria.
- La enfermedad se adelanta diez años por generación- dijo el tío de repente, comprobando cómo, a los segundos, se erizaba la piel de su sobrino- si tu padre empezó con cuarenta- siguió con la voz temblorosa, con muchas dudas de haber empezado, pero con la conciencia de saber que tenía que terminarlo- tú, bueno, ya sabes, en el caso de que la tuvieras, que no tiene porqué, pues, bueno.
Salió rozando las paredes y se sintió sucio por la estrechez que le hizo tocarse con quien había dictado su sentencia. Una vez en el coche, apoyó su cabeza contra el volante para pararlo, como si así fuesen a dejar de dar vueltas sus pensamientos.
Tenía 18 años y, creía, solo 12 más por delante.
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