Capítulo 1

Primera omisión

Ilustración creada por Paloma Agüera

Cada día, sin que falte a su cita, hay un momento en el que por la pantalla de cine que es nuestra mente, pasa esa escena. Una escena que me hace sentir un recuerdo como algo físico, como algo reconocible al sentido del tacto: una bomba que al explotar suelta millones de pequeños cristales que se clavan en algún lugar dentro de mi pecho.

-No quiero que vengas a buscarme, ¡nunca más!- su gesto, más torcido a cada sílaba, se marcha a otro lugar cuando le cuento las intenciones de verle menos, como si así no le fuesen a doler las palabras. – No hace falta que me lleves a entrenar ni al instituto, prefiero hacerlo solo.- Y después de la sentencia, esos ojos que antes me miraban fijamente , hacia el único lugar que él creía seguro y no arrebatado, empezaban a ver, por primera vez, una espalda que le acabaría resultando más familiar de lo que hubiera deseado.

¡Corten! Suena antes de que mi padre empiece a llorar. Estoy en la primera sesión terapéutica y esa imagen, que siempre está en mi cartelera personal, quiere ser hoy la protagonista. Se ha colado antes, casi, de que dijese mi nombre.

-Cuéntame cómo lo sientes, Luis- me dice el psicólogo- cuéntame ese pensamiento en el que te quedas enredado- continúa, conocedor del daño que pueden hacer las historias que nos contamos, las que nos dejan mirando un rato al infinito, ese que solo está dentro de nuestras cabezas.

Sería 2004 y él ya llevaba un tiempo en la cuerda floja, literal, parecía que caminaba sobre una de ellas. Era un trapecista al que se le había olvidado su oficio y volvía al circo para hacer su espectáculo. El público le abucheaba cada vez que se caía, le juzgaba. Y yo, su Júlio César personal, le enseñé mi pulgar hacia abajo cuando le prohibí que siguiese viniendo a buscarme a la escuela. No quería que me vieran con él, no entendía que no caminase como los demás, que no hablase como los demás, que gritara por cada detalle nimio de la cotidianidad.

Cuando se caía al suelo, no siempre en el sentido literal, nadie le tendía la mano, ninguno de esos sitios a los que se solía agarrar cuando era “normal” estaban ahí. De los apoyos solo quedaban exigencias y presión y en ese punto, yo, perdido en un sistema que no te deja sentir, que no te deja llorar, que llama vergüenza a aquello que no sale cada día en televisión o, ahora, en las redes sociales, me negué aupar a mi padre, el que siempre me había llevado en brazos. Me senté en aquella grada y me uní a ese público que no admite el error, al tendido que no acepta la diferencia, la imperfección. Me tapé los ojos como cuando vemos una jeringuilla en pantalla. Giré la cabeza igual que negando la limosna a alguien que pide.

“En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.” Mateo 26:34

-¿Y qué crees que te diría él?- me pregunta el terapeuta cuando le cuento que cerré la puerta de un amor fraternal a cambio de una aprobación social que al final no lo era tanto- Qué hablarías con él si le tuvieras aquí delante- insiste cuando ve que me quedo contando los cristales que hay esparcidos por mi pecho. – ¿Levantarías a tu padre del suelo si se cayera ahora?

Cada una de mis lágrimas contiene un rechazo, un no por respuesta. Cada una de ellas tiene un “déjame” un “mejor nos quedamos en casa”, “no vengas a buscarme”, “yo no formo parte de esta película”, la misma que ahora mi mente no deja de programar en diferido.

Yo era un adolescente, solo quería un poco de normalidad, ¿acaso era mucho pedir?

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