Capítulo 2
Lo normal y lo normativo
No nos iba muy bien ese año y con lo que quedaba de liga poco se podía arreglar. Antepenúltima jornada y otra derrota, la decimoquinta de dieciséis partidos hasta ese momento. Ya ni nos enfadábamos. Tampoco nos gritaban para corregirnos los entrenadores desde el banquillo. Alguna frase de aliento si veían que alguno se venía abajo, unas palmadas de ánimo y vítores cuando conseguíamos pasar del medio del campo. Pero ninguna presión, era lo que había. Pequeños futbolistas sin ningún futuro pasándolo bien, aun con la derrota, en una mañana de sábado primaveral. La mayoría solo pensábamos en terminar el partido y jugar sin reglas fuera del campo o apretarnos una coca cola con su correspondiente bocadillo de panceta después de la ducha.
Pitido final, por fin. Saludo a los rivales, les felicito. Intento irme lo más rápido a los vestuarios, pero los que están yendo desde el banquillo se han adelantado. Les alcanzo, tanto que puedo oír una conversación que no tendría que oír: “el padre de Aguilar parece un robot” dice uno de mis compañeros. Risas. “No ha parado de gritar en todo el partido, parecía que se iba a comer la barandilla” responde el otro. Risas. Un
tercero se añade y empieza a caminar imitando a mi padre, de lado a lado, con algunos parones que le hacen desequilibrase hacia atrás, caerse hacia delante, tener que apoyarse donde puede en los lados. Me ven y se disculpan. Solo eran niños pienso ahora. Solo somos niños pensé entonces. Yo no me reí, pero lo hubiera hecho si fuese ellos.
“Perdónalos, padre, porque no saben lo que hacen” Lucas 23,24
Antes del partido, como en todos, él ya estaba allí esperando para saludarme. Antes incluso que aquellos otros padres divorciados que, como él, solo podían ver a sus hijos los fines de semana. Algunos ni iban al fútbol. Él parecía que fuese de lo único que ya se acordaba. Luchaba por besarme antes de que me metiera al vestuario, cruzar unas palabras, regalarme algunos consejos. Durante los 90 minutos gritaba, aunque él quizás no lo supiese, para que me colocara, para que no subiera tanto, bajara, corriera, presionara. A veces gritaba a secas sin ningún sentido, con mucha dificultad para que le salieran las palabras o sin un orden lógico y aparente. Gritaba para que hiciera cualquier cosa que su pasión, ahora una emoción descontrolada en un amasijo gobernado por la enfermedad, se viera reflejada en el campo, ese que él mismo pisó hasta en segunda división.
“¿Qué tiene tu padre?” me pregunta otro compañero ya en la ducha después del partido. Me extraño porque me parece madura su pregunta y mucho más su respuesta, “parece una enfermedad”. Continúa enjabonándose sin darle importancia. Solo es un niño pienso ahora, parece un adulto pensé entonces.
Termino rápido, el primero, e intento salir del vestuario entre mis compañeros que piden insistiendo que me quede un rato, a echar “un alemán” en la pared del chiringuito. El momento para charlar de nuestros cotilleos consentidos y el verdadero sentido del equipo de fútbol: compartir con amigos un rato sin deberes ni horarios. Fuera, los padres que vienen a ver a sus hijos despotrican sobre temas variados y toman cervezas, algunos la primera otros la décima, acompañadas de las tapas que de gracia les ponen en el puesto que hay adosado a los vestuarios, el mismo que hace los bocadillos de panceta y del que mi padre se separa unos metros para esperarme. Sabe que no me gusta quedarme, no sé si intuye por qué, pero le invito a irnos a casa de yaya, ya me como el bocadillo allí que no nos ve nadie. Uno de los padres que ya está borracho, ahora lo sé, le grita unas bromas a mi padre cuando nos alejamos. Intenta darse la vuelta para “devolvérsela” pero le cuesta girarse con el equilibro y decide seguir preocupándose por mantener el paso.
Hubiera preferido verle borracho, lo normal, solo era un niño. Ahora me apetece mucho tomar esa Coca Cola, aunque fuese haciendo equilibrismos.
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