Introducción

La espada de Damocles

Ilustración creada por Paloma Agüera

Hubo un día en el que mi padre me tiró una espada que estuvo a punto de caerme en la cabeza. No me dio, pero se ha quedado ahí para siempre. Flotando a pocos centímetros de mi cuero cabelludo, amenazante. Y aunque hay ratos en los que parece que no esté, me ha acompañado en todos los momentos de mi vida, especialmente y acariciándome la coronilla, en aquellos más importantes.

No me la tiró porque él quisiese, fue algo totalmente probabilístico. Él no sabía que su vida, y la de sus hijos, fuese como el resultado de tirar una moneda al aire, el resultado de alguien, o algo, en algún lugar del universo, jugando maquiavélicamente a juegos de azar: pares o nones, todo al rojo o al negro, par o impar.

Ese día, en el que mi padre me tiró la espada, supe que no había vuelto a beber, mal menor, que el comportamiento extraño que tenía desde hacía unos meses no se explicaba por la ginebra de la que abusaba antes de que yo le conociera. Ese día, el de la espada, a él, que también la llevaba sobre la cabeza pero sin saberlo, le cortó por la mitad.

No le mató, aunque no diría que por suerte, estuvo con él quince años más para hacerle perder el equilibrio, la memoria, el relato de su vida, su capacidad para comer, hablar, sonreír, tocar a un ajeno, estar quieto. La espada le fue quitando la oportunidad de respirar por sí mismo, de masturbarse ante la falta del amor de otros, de ver a sus hijos crecer o, siquiera, de intentar correr para huir de ese yo que ya no lo era tanto. Le quitó cosas tan básicas como limpiarse el culo después de cagar, entender conversaciones superficiales sobre el tiempo, dormir sin despertar cada pocos minutos, mantener aquellas instituciones a las que llamaba familia, amigos, compañeros de trabajo.

Le fue borrando de su vida, a un paso continuo, inexorable, todos los verbos que existen en el diccionario. Hasta que un día decidimos tachar el último que le quedaba: latir. Espero, también, para librarme egoístamente de una culpa que me hace sentir sucio, que para él dejase de existir el verbo amar desde un principio. No puedo soportar que él me quisiera.

Esa espada tiene nombre y apellidos: Enfermedad de Huntington. Y también cambió mi vida para siempre. Hoy, veinte años después del día que supimos cómo se llamaba, empiezo mi terapia psicológica. Pero no es la primera, ni será la última, hay veces en los que la espada me levanta la costra de una herida que nunca está del todo cicatrizada.

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