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Capítulo 25

POR QUE LA MONEDA SIGA DE CANTO

«Me doy cuenta de que si fuera estable, prudente y estático; viviría en la muerte. Por consiguiente, acepto la confusión, la incertidumbre, el miedo y los altibajos emocionales, porque ese es el precio que estoy dispuesto a pagar por una vida fluida, perpleja y excitante». – Carl Rogers

A las seis en punto, el monje golpeó el gong una sola vez dejando que el eco llenara todo el espacio, como si el sonido fuese capaz de ir rellenando los recovecos, el tatami, las figuras, cada esquina que empezaba a iluminarse en el templo aquella mañana. Poco antes de que ese temblor sonoro se apagara, otro golpe, y otro, y otro, y otro más, seguidos, sin dejar espacio al eco, acompañaron al primer toque del instrumento que, acelerado, parecía seguir los pasos de otro monje mientras encendía varios inciensos a los pies de un Buda. Una leve reverencia, las zapatillas en la entrada, el tatami fresco. Ellos con el pelo rapado y un gran kimono, solemnes, midiendo cada movimiento, bajando la cabeza con cada imagen, con cada estatuilla situada en un punto concreto que esconde algún significado. Yo, una vez invitado, me senté sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, intentando descifrar el significado de todo aquello: las velas, el shoji por el que entraban algunos rayos, el altar que recogía un Bodhisattva, el Yapa Mala que agarraban cada uno de ellos entre sus manos y que había visto en otros tantos templos cristianos, islámicos, hinduístas. Un último toque de gong y, cuando ambos estuvieron sentados con las rodillas apoyadas en el suelo, un ruido gutural arrebató al instrumento cada centímetro que había logrado colonizar. Seguido, con un rumor vibrante que procedía de un lugar superior a la garganta, superior a lo físico, el monje empezó a recitar los primeros versos de un mantra en sánscrito: «On abokya beiroshano maka-bodara mani handoma jimbara harabaritaya un.» La voz, profunda y trascendental, mística, grave, se apoyaba a ratos en el eco del gong que volvía a golpear, a ratos en el humo del incienso, como si el monje en sí mismo no fuera suficiente para conectar con quien quisiese conectar, como si a ese mantra no le bastasen las palabras que repetía una y otra vez, contando las bolas de su Yapa Mala, bajando la cabeza en una reverencia que ya se hacía en el mismo sitio, sobre otras rodillas, 1.200 años antes, cuando empezaron a intentar descifrar las incertidumbres de su existencia.

El incienso se apagó y el monje dio un último golpe de gong cuyo eco volvió a ocupar los espacios que le pertenecían cuando sonó al salir el sol. Se mantuvo en silencio durante un tiempo, contemplando la figura a la que se había dirigido durante la media hora que estuvo recitando el mantra. Yo cerré los ojos y, las horas tempranas, la suavidad del tatami y el olor a incienso compartiendo espacio con el eco, me llevaron a un estado de duermevela, a una mezcla de sueños y pensamientos lúcidos, pesadillas y obsesiones, futuros que escribo y futuros ya escritos.

Unos minutos después, el monje se dio la vuelta, inclinó hacia mí su cabeza en reverencia y me dijo arigato, invitándome con el gesto de su brazo a pasar a otra sala del templo. Nos movíamos lentos, él sujetando su kimono, yo intentando colocar mis pensamientos. Al lado, el otro monje nos esperaba realizando la Homa, un ritual en el que se queman tablillas de madera en un fuego que contiene sus plegarias y en el que solo faltaba yo por escribir la mía, unas palabras que sugieran un deseo, un kanji que dijese en un par de trazos todo lo que llevo dentro y que llegasen, gracias al fuego, a quien lo quiera oír, mi mantra para aceptar la incertidumbre y el precio que estoy dispuesto a pagar por una vida fluida, perpleja y excitante: por que la moneda siga de canto.

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