Capítulo 21

LA HIPOCONDRÍA BIEN, GRACIAS

Ilustración creada por Paloma Agüera

En un espacio de pocos metros cuadrados sus ojos parece que apuntan a algún infinito, como si fuesen capaces de traspasar las paredes que nos encierran. Su cuerpo vibra, suda y llora de vez en cuando, pero no como lloramos cuando hemos perdido algo, cuando estamos tristes. Llora como un perro que ha salido adoptado de la perrera pero que no ha olvidado que entró ahí por su maltratador. 

-Yo también lo estoy. Ser mamá es un reto- le digo para intentar interrumpir su monólogo silencioso.

Remuevo el café y repaso nuestras opciones. Hay muchas más de las que esperábamos, pero a él no han debido de parecerle suficientes. Unos minutos antes, en la consulta del genetista, ya había estado tenso y retador con la doctora, como si prefiriese no recibir ninguna dosis de optimismo. Sentado frente a ella, no había apoyado su espalda en la silla y sus piernas, que de vez en cuando enganchaba con las patas, obligándolas a estarse quietas, habían interrumpido en forma de patada involuntaria la charla. La médico nos resumía lo que era el diagnóstico genético preimplantacional. “Luis”, le nombraba sujetándole la mano que no dejaba de moverse, “Luis”, insistía con condescendencia, “puedes ser papá sin hacerte la prueba”. Era una gran noticia.

-¿Tostadas, churros o unos huevos revueltos?- le pregunto varias veces desde la barra de un bar cercano al hospital. No contesta, lleva media hora en silencio hablando con una mente dicharachera y con una compulsión en forma de búsqueda en Google que ya me ha dado pistas sobre su diálogo interno.

-Luis- le digo intentando unirme a la conversación consigo mismo cuando vuelvo a la mesa- amor, no tienes nada, de verdad. Es solo un temblor. El cambio de temperatura. No sé. Yo también lo estoy. Un abrazo.

Intento que nuestros ojos se encuentren, pero no me mira, tampoco al desayuno. Cada vez que pestañea creo que se va a quedar ahí, una victoria de su cerebro, fuera no queda nada interesante para él. Le robo un trozo de jamón para empezar y acabo por rebañar todo su plato para terminar. No ha interactuado con el camarero ni en el ir ni el venir. El té hace rato que está frío. Yo también lloro, pero su vista está, efectivamente, en un infinito de neuronas que conoce sus debilidades, su narrativa, los hilos que no es capaz de deshilar pero que, en una responsabilidad que toma como propia, la mente hace y deshace. Casi puedo verlo en sus pupila:, el cable de un auricular que lleva mucho tiempo en un bolso, un laberinto de arbustos verdes con él en el medio, una ciudad llena de personas, animales, vehículos, humos, olores, el caos.

Salimos sin hablar, él camina con el móvil, que no dura en su bolsillo ni dos segundos, y, por eso mismo, tropieza en la entrada y cae de boca contra el suelo. El camarero sale rápido a levantarle, pero no se deja y le acaba apartando de un manotazo.

¡Ves!- me grita- ¡mira!- vuelve a decir señalándome la pantalla de su móvil donde hay una lista en la que pone “Primeros síntomas: caídas, cambios de humor, fallos de memoria…”- ¡Ya estoy enfermo! Y si lo estoy, ¿para qué voy a ser padre?

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