Capítulo 17

A todos nos puede caer un tiesto en la cabeza

Como todos los lunes a las 18:37, por las calles que ocupan la ciudad entre el paseo, la alameda y la avenida, se forma un atasco que el ayuntamiento lleva años intentando arreglar. La hora punta, cómo así lo llaman en muchos lugares del mundo, es un concierto arrítmico de gritos, claxons, llamadas telefónicas con el manos libres y reggaeton de ventanillas bajada. Los que no lo saben, de nuevas, aunque se piensen los más listos, callejean por entre las más estrechas, pero los repartidores, el semáforo nuevo que pusieron hace un par de meses, el autobús autoproulsado y la salida de los colegios, acaban por atascar al completo el asfalto de unas 5 ó 6 manzanas. No hay escapatoria física ni de movilidad.

En el 3662CYJ, el conductor se agarra al volante, pero realmente no está en la carretera. Lleva todo el atasco repasando mentalmente la probabilística de muerte de todo aquello que le rodea. Se muerde las uñas, ansioso, y baja la música como si así pudiese concentrarse más en sus pensamientos. Meter el embrague y la marcha es un automatismo, un efecto conductual de oír el pitido del coche de atrás cuando el de delante se ha movido un poco.

La vida, la de verdad, la que está pasando más allá de sus pensamientos, que podrían ser una escapatoria para esta situación inamovible, son solo esos segundos de movimiento en los que sus ojos, a través del retrovisor, se cruzan con su vecino, el que le sigue pitando para que no se le olvide avanzar a la próxima. El freno es el aviso para seguir cavilando.

Ese electricista podría, ahora mismo, quedarse pegado al cable de alta tensión. Ese niño que ha cruzado sin mirar la carretera, confiando en que siga parada, puede morir atropellado por una de las motos que zigzaguean entre los coches intentando sortear el parón. Yo también podría morir ahora, el coche se puede incendiar, al de atrás se le puede olvidar frenar, de las calle que dan al este bajan coches a mucha velocidad que ahora no deben ver mucho con el atardecer a la contra.

Embrague, primera.

Un peatón sale a la carretera para evitar caminar bajo unos andamios, otro hace lo mismo para evitar una escalera. Jack Nicholson utiliza las punteras para no pisar las líneas que rompen la acera. Otro se tapa los ojos cuando un gato negro sale de debajo de uno de los coches aparcados.
Una señora cruza lentamente en taca tacay los coches, impacientes, la van esquivando
como pueden. Un joven se acerca para intentar ayudarla y coge con un brazo al perro,
asustado, y con el otro intenta dirigir el tráfico.

Frenazo.

Yo podría morirme en un accidente hoy mismo, la vida es tan frágil. Dejarme el gas encendido, asomarme más de la cuenta al regar las plantas de mi ventana, obviar la bandera roja, las olas de calor, las tormentas en la montaña. Un cáncer, un atentado, ser una estrella de rock y pasarse con las drogas a los 27./, ¿Quién puede asegurarme morir de la manera que pienso?

El de atrás, que ya me pita, querría matarme. Lo noto en la mirada que se clava en mi retrovisor. A mí y a todos los que le rodeamos. Igual un día entra en la escuela y mata unos niños. O en mi oficina. O se baja ahora del coche y paga su ira sólo contra mí. Podria matarme, o morir él aplastado por dos coches que intentan cambiar de carril.

Semáforo en verde.

Una ambulancia atiende a un vagabundo por una hipotermia, la señora del taca taca, al verlo, se hace la señal de la cruz en el pecho e insta a los enfermeros a que vivan, que la vida es muy corta. En la radio, un anuncio de seguros termina su cuña diciendo que cualquier día, “un tiesto puede caerte en la cabeza”, el del 3662CYJ lo escucha, baja el volumen y, sumando mentalmente todas las posibilidades de morir, ninguna llega al 50% que él ya tiene escrito en su cromosoma.

Un claxon le saca de la suma cuando creía tener el número que no le hiciese sentir tan mal, tan solo, tan en desventaja con todas las posibles muertes de los que le rodean. Pero hay que seguir, el atasco ha avanzado unos metros.

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