Capítulo 6

Inhabilitado

La primera vez que fuimos a verle nos convertimos en estrellas por un día. Sentados a las puertas de sus casas unos o tomando el vermú en los bares los otros, en cualquier calle del pueblo, en esa mañana de verano, alguien nos paraba para presentarse y hacerle alguna carantoña a mi padre: “pero bueno”, acusaba uno con humor, “¿no nos vas a presentar a tus hijos?”, “hoy sí que tienes buena compañía”, decía otro, “¡cómo se parecen a ti”, comentaban varios. Paseábamos con el último enfermo llegado a la residencia, una gran novedad en un pequeño pueblo de la Sierra Norte de Madrid. Mi padre, ese día en que fuimos por primera vez a verle, cumplía una semana en su nuevo hogar, el centro de rehabilitación El Hayedo, y había aprovechado, antes de perder su capacidad de andar, para recorrer cada callejuela de Montejo de la Sierra, saludar a sus vecinos con las pocas palabras que ya le quedaban y gastarse parte de su sueldo en beber tónica leyendo el periódico, a ser posible el Marca.

-¿Quién es ese, papá? -le preguntaba cuando alguien se nos acercaba y mantenía una conversación con él a través de nosotros. -No me acuerdo -respondía con la mirada perdida, pero despidiéndose cortésmente del susodicho.

Al entrar en las tiendas, en un pequeño banco, en una pastelería típica, todos le llamaban por su nombre y las miradas extrañas de ajenos que tanto le acusaban en Madrid, aquí se convertían en misericordia, como si todo el pueblo estuviese entregado a la causa de acoger enfermos de Huntington. Comimos en un bar judiones y solomillo, lo típico, y celebramos que sus dueños contaran que mi padre, el nuevo, el último enfermo, iba y venía por Montejo como lo hacía por Alejandro Sánchez, su calle de toda la vida en Carabanchel. Con algunos tropiezos y algunos despistes, pero independiente, haciéndose con la rutina rural y la confianza de saberse en un lugar que sabía lo que tenía. 

Al volver a la residencia, sin embargo, mi padre envejecía siendo el más joven, no siempre en edad. En el patio, la mayoría de los enfermos no articulaban palabra y llevaban el pantalón abultado por el pañal. Las escaleras de entrada, que él subió con dificultad antes de enseñarnos todo el edificio, fueron una premonición: sin tráfico comparado con la rampa adyacente por la que unos auxiliares bajaban y subían a otros residentes en sus sillas de ruedas. En el salón principal, pocos, con la enfermedad más incipiente, luchaban por no resbalarse del sofá y acabar en el suelo, casi todo el resto, con la cabeza ladeada y soltando una baba en eterna pendiente sobre el babero, estaban atados a su silla, a su sillón, a las agujas del reloj. Ocupando un espacio pero en ningún sitio. Las auxiliares del centro saludaban a mi padre con condescendencia y, con las mismas carantoñas que los montejanos, le preguntaban si “no tenía pensado presentar a sus hijos”.

-¿En qué te ayuda la enfermera, papá?
-No lo sé, no me acuerdo.

En la habitación compartida, su compañero dormía la siesta atado de manos y pies y protegido de las barandillas de la cama con gomaespuma, almohadas, sábanas dobles. Tenía calva la parte de atrás de la cabeza y moratones con herida por todo su cuerpo.
Dormía, pero no paraba de moverse. Estaba enganchado a dos máquinas, una para comer y otra para respirar. Mi padre nos señaló su cama, también tenía heridas, pero todavía no estaba conectado a nada. El paseo por la residencia fue como echar las cartas, leer las líneas de su mano. Aquel día le tocaba acicalado profundo: corte de pelo, de uñas, afeitado con cuchilla, hilo dental. No quisimos que se lo perdiese, uno no sabe cuándo va a necesitar estar completamente presentable, aunque sea en un centro de rehabilitación donde pasaría el resto de su vida inhabilitado. 

Nos fuimos antes de que cayese el sol, con un atardecer que se escondía entre las vistas de la residencia, la sierra del rincón al fondo, las tejas de la sierra pobre, el persistente olor a judiones preparándose para el día siguiente. Saliendo, todo el equipo de trabajadores de la residencia, mi padre con un gran beso, y otros enfermos, los que podían, nos acompañaron a la puerta dejando una entrañable imagen de su amor entre rejas. El pueblo ya tranquilo cuando es el toque de queda en la residencia, los abuelos preguntando “¿y tú de quién eres?”, los pocos niños sorteando perros sueltos con su bicicleta.

Podría haber sido un buen lugar para vivir.

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